29 noviembre 2005

Ser bosque

Algo que siempre me ha llamado la atención de la poesía es que las mejores metáforas que he leído tienen un tema común: el descubrimiento del ser amado en las cosas, en la naturaleza, en aquello de la creación que nos deslumbra y nos atrae.
Es un tema común de la poesía cuya causa “psicológica” no está totalmente develada; quizás, precisamente, porque se atribuya solo a estados psicológicos.

Hay aquí dos temas.

Primero, la intuición de que lo bello se describe, se lo nombra acabadamente sin recurrir a abstracciones o entelequias.
Lo bello es concreto, individuado. Y la única manera de nombrarlo, de hacer referencia a él es en la comparación, haciendo referencia a otra cosa bella.
Hasta en la reflexión filosófica sobre la “entidad” de la Belleza se ha recurrido a metáforas. No otra cosa es la definición escolástica de lo bello como splendor forma: el esplendor, el brillo de la forma. Como si la forma fuera un algo existente en sí, independiente e individual que pudiera iluminar y opacarse.

De aquí, y este es el segundo punto, la identificación (casi mágica) que solemos hacer entre ciertas personas y ciertos objetos.
Indefectiblemente tal o cual árbol, o una flor o un río, nos trae a la conciencia esa persona.

No quiero parecer esotérico o algo así, pero a veces he pensado que existe algo mas que una unión subjetiva, una especie de capricho de nuestras mentes, en la relación entre cosas y personas.
C. S. Lewis, tan amigo de los animales, sostenía (con muchas dudas y tímidamente, es cierto) que aquellos animales que habían desarrollado en la tierra algún tipo de vínculo con un humano, podían llegar a disfrutar de la Salvación. No por mérito propio, por supuesto, sino como un ser vinculado y dependiente del hombre salvo.
Es la misma idea de Tolkien en “Hoja, de Niggle” en el que la pintura de Niggles se convierte en su paraíso. Se espiritualiza para convertirse en el lugar de gozo.

Y si toda la creación tiene vocación de salvación, si ha de ser exaltada al Fin de los Tiempos, no sería raro que –en esa ocasión– esta relación que hoy está en escorzo, que percibimos como una simple asociación mental, exista como una unión verdadera..., es decir, Verdadera.

No se. Quizás estoy delirando.

Pero si me preguntan a mí, prefiero que me asignen un bosque.



Si quieres acercarte más...
Si quieres acercarte más a mi corazón
rodea tu casa de árboles.

Y sentirás el júbilo de la flor incipiente
mientras menos lograda más lejos de la muerte.

Escucharás las cosas pequeñas que yo escucho
cuando cae la tristeza sobre los campos húmedos.

El grillo que devana su pequeña madeja
de soledad y extiende su música en la hierba.

Y verá tu pupila la aventura del vuelo,
la fatiga del ala bajo el plumaje trémulo.

Planta delgados álamos, donde sus sombras midan
el césped silencioso y el agua cantarina,

y el quieto surtidor verde de los sauces
para que la tristeza caiga en tus ojos dulces.

El huso de los pinos donde la sombra crece
que hile la blandura de los atardeceres.

Y cuando esté maduro el silencio del bosque
pártelo como un fruto, pronunciando mi nombre.

Que sostengan los árboles la lluvia entre sus ramas
con la misma dulzura con que se toca un arpa.

Y hasta en la oscura noche, cada tallo en aroma
te entregue la delicia de las futuras pomas.

Y las redondas bayas -madurez y deseo-
pendan de los flexibles gajos de los ciruelos.

Y decoren de plata sus hojas las acacias
como si amaneciera la luna entre las ramas.

Que la flor del magnolio, al alto mediodía,
un loto te recuerde bajo la luz tranquila.

Y la savia palpite si grabas en los robles
el contorno perfecto de nuestros corazones.

El laurel, aun sin frente que aprisionar, recuerde
a tus manos la ausente materia de mis sienes.

Y el mimbre que se doble tierno sobre el estanque
como si en él quisiera ver el vuelo de un ave.

Despertarán entonces al vaivén de las ramas
más pájaros que cantos caben en la mañana.

Y la luz será lira sostenida en el aire,
iniciación del alba, límite de la tarde.

Acércate al rumor del viento entre los árboles,
amada, y sentirás el rumor de mi sangre.

Jorge Rojas

24 noviembre 2005

Leyenda

Por nuestra mentalidad ciudadana estamos acostumbrados a tomar las leyendas en un sentido literario o... “étnico” como gusta tanto decir hoy día. Pero pocas veces tomamos conciencia del carácter moral y pedagógico que traen consigo. Esto solo se advierte en toda su dimensión cuando la leyenda en cuestión tiene ciertos visos de realidad o cuando uno se encuentra con alguien que, simplemente, cree en ella.
Tuve un contacto “directo” con una leyenda en el Noroeste, en una travesía que me ha dejado un recuerdo imborrable.
Estábamos en el cerro, muy arriba, como a un día a caballo. Como buenos porteños nos habíamos pertrechado con cuanta arma de fuego, caña de pesca y toda la parafernalia que pudimos conseguir en Buenos Aires.
Llegamos a caballo a un paraje formado por una serie de casitas dispersas aquí y allá, a la vera de un arroyo y rodeando, mas bien irregularmente, la escuelita rural, único signo “institucional” visible (ni iglesia había).
En nuestro afán por justificar nuestro “turismo aventura” preguntamos aquí y allá dónde se podían cazar unas vicuñas.
–Por’aí arriba, en aquella abra... pero está Coquena.
Por supuesto, interpretando la frase con nuestras categorías urbanas, supuse que se refería a algún vecino y que la preocupación era puramente de seguridad personal: era peligroso, porque el tal Coquena estaba arriba haciendo vaya uno a saber qué.

Mucho tiempo después, de casualidad –por estos versos del poeta salteño Juan Carlos Dávalos– me enteré del significado real de la advertencia.

Porque eso era: una advertencia.
La leyenda del Coquena
Cazando vicuñas anduve en los cerros.
Heridas de bala se escaparon dos.
-No caces vicuñas con arma de fuego,
Coquena se enoja- me dijo un pastor.
- ¿Por qué no pillarlas a la usanza vieja,
cercando la hoyada con hilo punzó?
¿Para qué matarlas, si sólo codicias
para tus vestidos el fino vellón?
-No caces vicuñas con arma de fuego,
Coquena las venga, te lo digo yo.
¿No viste en las mansas pupilas oscuras
brillar la serena mirada del dios?
-¿Tú viste a Coquena?
-Yo nunca lo vide,
pero sí mi agüelo- repuso el pastor;-
una vez oíle silbar solamente,
y en unos tolares, como a la oración.
Coquena es enano; de vicuña lleva
sombrero, escarpines, casaca y calzón;
gasta diminutas ojotas de duende,
y diz que es de cholo la cara del dios.
De todo ganado que pace en los cerros,
Coquena es oculto, celoso pastor;
si ves a lo lejos moverse las tropas,
es porque invisible las arrea el dios.
Y es él quien se roba de noche las llamas
cuando con exceso las carga el patrón.
En unos sayales, encima del cerro,
guardando sus cabras andaba el pasto;
zumbaba en los iros el gárrulo viento,
rajaba las piedras la fuerza del sol.
De allende las cumbres de nieves eternas,
venir los nublados miraba el pastor;
después la neblina cubrió todo el valle,
subió por las faldas y el cerro tapó...
Huyó por los filos el hato disperso,
y a gritos, en vano, lo llama el pastor.
La noche le toma sentado en cuclillas,
y un sueño profundo sus ojos cerró.
Cuando el alba tiñe - limpiando los cielos-
de rosa las abras, despierta el pastor.
Junto a él, a trueque del hato perdido,
Coquena, de oro le puso un zurrón.
No más en los cerros guardando sus cabras,
las gentes del valle vieron al pastor;
Coquena dispuso que fuese muy rico.
Tal premia a los buenos pastores el dios.

21 noviembre 2005

Son siete

Esto se merece una paráfrasis bíblica: “el que pueda entender que entienda”.

SIETE
Siete es un número azul y mágico
que en nosotros dice tantas cosas:
bendiciones, nacimientos, tristezas:
sazón de nuestras vidas azarosas

Hoy juntos somos uno en nuestra rosa,
que es blanca, por color y por designio
de quién sabe qué santa o qué devota
que nos besó con una en cada niño.

El tiempo que nos une ya creció.
Y es nuestro. Lo hemos conquistado
a fuerza de olvido y de tesón,
de amor y de tiempos respetados

Y serán muchos mas: es nuestro sino.
Los años no transcurren sin nosotros
surcando hacia la paz de ese destino
de ser de a dos (los dos); y ser de otros.

20 noviembre 2005

Rey cristero

El día de hoy no está para comentarios (hay tantas cosas, tantas). Nada mas que esto.
¿Qué puedo decir?.
Hoy es Cristo Rey.


Por eso, agrego este himno de la liturgia de las horas

Oh Príncipe absoluto de los siglos,
oh Jesucristo, Rey de las naciones:
te confesamos árbitro supremo
de las mentes y de los corazones.

Oh Jesucristo, Príncipe pacífico,
somete a los espíritus rebeldes,
y haz que encuentren rumbo los perdidos,
y que en un solo aprisco se congreguen.

Para eso pendes de una cruz sangrienta
y abres en ella tus divinos brazos;
para eso muestras en tu pecho herido
tu ardiente corazón atravesado.

Glorificado seas, Jesucristo,
que repartes los cetros de la tierra;
y que contigo y con tu eterno
Padre glorificado el Espíritu sea.

Himno de la Liturgia de las Horas


Y en honor a la beatificación de este (y tantos otros):
Y de una de las epopeyas mas maravillosas del siglo XX (reflexión al paso: ¡qué rápido toda esta sangre se convierte en historia, en leyenda y, casi, casi lliteratura. Eso no es malo, claro, pero a veces enturbia la constancia de su existencia real y cercana), agrego a continuación un corrido cristero.

I
¡Madre, madre! tus hijos te juran
Defender con valor y denuedo
El tesoro divino que el Cielo
Bondadoso en tu imagen nos dió.
Aunque luche el Infierno y sus huestes
Por destruir nuestros templos sagrados
No podrán esos fieros tiranos
Arrancar de nuestra alma a Jesús.

Coro
Mexicanos, furioso el Averno
A esta patria sus huestes lanzó,
Venceremos a todo el Infierno
Con la Reina que el Cielo nos dió.

II
Si el tirano nos lleva al cadalso
Defendiendo tu honor y tu gloria,
Nunca, madre, obtendrán la victoria
Porque aliento nos da nuestra fe;
Ni el martirio de dura cadena,
Ni la cárcel, el hambre, el dolor,
Temeremos ¡oh Virgen Morena!
Con tu amparo invencible y tu amor.

Coro
Mexicanos, furioso el Averno
A esta patria sus huestes lanzó,
Venceremos a todo el Infierno
Con la Reina que el Cielo nos dió.

III
Ciñe ¡oh Reina! corona de olivo,
a esta patria que el dedo divino
Señaló como eterno destino,
Y si osare la CROM, tu enemiga,
Infestar con su aliento este suelo,
Manda ¡oh Reina invencible! del Cielo
A las huestes que Cristo formó.
Y, por el mismo precio (¡señoras y señores: una ganga, no desaproveche esta oportunidad!) se puede escuchar en línea otro corrido en este lugar.

18 noviembre 2005

Flor y signo

¡LA ENCONTRÉ!
Era en un bosque: absorto
pensaba andaba
sin saber ni qué cosa
por él buscaba.

Vi una flor a la sombra,
luciente y bella,
cual dos ojos azules,
cual blanca estrella.

Voy a arrancarla, y dulce
diciendo la hallo:
«¿Para verme marchita
rompes mi tallo?»

Cavé en torno y toméla
con cepa y todo,
y en mi casa la puse
del mismo modo.

Allí volví a plantarla
quieta y solita,
y florece y no teme
verse marchita.
Goethe
Versión de Rafael Pombo

¿Imagen conocida, no?. Pero no por eso menos maravillosa.
Habla de muchas cosas: dice del valor de la tradición, del respeto a nuestros antecesores, de la necesaria vinculación al limo esencial, de la dependencia absoluta para mantener la belleza originaria, que nos es dada.
En fin, hagan de la flor metáfora de lo que quieran y vean qué resulta. La cuestión es como se dice acá, “reconocerse en la flor”.
La flor, en la poesía, es signo.
Por alguna razón más o menos entendible, la flor (en especial la rosa) se ha ido convirtiendo en la imagen de cuanta cosa buena o pura el poeta quiera invocar.
La Flor es Signo, significa algo que, de otra manera sería una abstracción inasible.

16 noviembre 2005

Disfrazando al mundo


Una de las mas imborrables impresiones que he tenido es la de las caras de mis hijos (en realidad, de cualquier chico) cuando se disfrazan.
Inmediatamente recuerdo aquello de Chesterton (¿Ortodoxia?), sobre la infinita diferencia –contra lo que dice la opinión común– entre los locos y los niños. Claro que el entrañable GKCh trae esto a colación para demostrar que, en rigor, los más parecidos a los locos son los racionalistas, pero me interesa el otro lado de la cuestión.

Es decir, en qué quedan los niños en esta comparación.

Porque es cierto. No existe nadie que se comprometa tanto con su papel, con su disfraz, como los niños. Y en esto se parecen a los locos.
Pero a la vez, y al contrario de los locos (y los racionalistas, diría GkCh), ellos tienen perfecta conciencia de que han asumido un papel. Es decir, que no son su disfraz sino que están haciendo como si lo fueran.
Y creo que es esta perfecta conjunción entre la entrega en cuerpo y alma al personaje que representan y la convicción subyacente e inconmovibles de que un juego es un juego y nada mas que un juego, es lo que los hace inolvidables.
Hay que verlos ponerse el disfraz y “poner cara de”, por ejemplo, piratas o princesas, para pasar inmediatamente a una enorme sonrisa de satisfacción cuando alguien les elogia su disfraz e, inmediatamente, volver a su papel imaginario.

Disfraces
De blanca osadía siempre imaginadas
Te invistes, niño, en disfraz de papel.
Asumes el ser del pirata, guías el bajel,
a surcar seis mares de baldosas ajadas.

El patio es tu selva o tu agreste trinchera,
y acechas bandidos, o tal vez la merienda;
con turbante de toalla, que tu ser refrenda
de pirata malayo que en la lid espera;

enfrentas las junglas o la mar anchurosa
montado en un banco, detrás de una mesa
presintiendo una fiera en la selva espesa
o avistando dragones de faz tenebrosa.

Te veo en tu infancia de tardes audaces
tal eres, mi hijo, en lugares de ensueño
Y quiero volver, a eso me empeño,
a todos mis juegos de tiempos fugaces.

Cuando crecemos perdemos esa capacidad.
Esto es un lugar común. Pero no estoy hablando de la capacidad de juego; ni siquiera de la capacidad de imaginarnos en “papeles” (esta última no la perdemos... y puede ser maligna: recuerden los “potenciales” de Adán Buenosayres, en Cacodelphia).
Me refiero a esa versatilidad para pasar de lo real a lo lúdico; de lo visible a lo invisible.

Ahora, trasladen esto a lo religioso, a la actitud religiosa.

Esa potestad no la perdimos con la infancia: la perdimos con la historia. Y esto no es una crítica a la Modernidad atea, como algo diferente a nosotros: es una crítica al hombre de hoy, a todos nosotros que compartimos este tiempo y este pedazo de historia.
Olvidamos esa capacidad del hombre antiguo de “pasar” de las cosas naturales a las sobrenaturales inmediatamente, sin solución de continuidad. Hemos perdido la visión de un mundo (natural) que está transido de “sobrenaturalidad”.
Hemos inventado un estado religioso que se acomoda (más o menos) al estado normal. De ahí salen frases tan sorprendentes como cuando decimos que rezando nos “ponemos” en presencia de Dios (¡como si no estuviéramos en su presencia en todo momento!).
También de esta mentalidad viene la abrupta separación entre moral personal y religiosidad, esa forma tan fácil que tenemos de aceptar cualquier inmoralidad y suponer que esto no nos afecta en nuestra religiosidad.

Siempre se dice que esto es Fariseísmo. Pero no.
El Fariseísmo es una manera de creer que la moral y la religión son dos cosas distintas, que no tienen nada en común. Pero esto es diferente, sutilmente diferente, pero diferente.
La discusión contra el Fariseísmo es, si se quiere, racional: en teoría, podríamos convencer a un Fariseo de su error, hacerle ver que moral y religión son dos caras de la misma moneda.
En cambio, esta separación moderna entre natural y sobrenatural no es racionalmente controvertible. Sería intentar convencer a alguien de que la tierra no es redonda, o de que la ley de la gravedad no existe.
Es, en suma, intentar que el hombre de hoy abandone algo totalmente arraigado en su concepción del mundo.
El hombre de hoy, simplemente, no cree que el mundo natural y el sobrenatural son una y la misma cosa. No cree que los dos son, simplemente, El Mundo.

Ya lo dije: esto es sutil. Pero sutilmente diabólico. Contra ideas equivocadas uno puede discutir, argumentar, convencer o, finalmente, enojarse.
Pero contra cosmovisiones erróneas no hay armas, no hay defensas.
Excepto la oración, claro.

14 noviembre 2005

Entre la Poética, el Ens y Marechal

Es absolutamente exacto e imposible de complementar lo dicho en Ens sobre la poética. Ya se lo había escuchado a su autor en alguna oportunidad y, quizás, es el motivo remoto de que exista Cuaderna.
No voy a glosarlo, no podría hacerlo. Sería decir imperfectamente lo que ya ha sido dicho de mejor manera y, por lo tanto, una forma de oscurecerlo.
Pero algo quiero decir. Porque si escucharlo en aquella oportunidad fue un germen de este blog, leerlo ahora es el acicate para que Cuaderna persista.
Sí, es cierto. La poética es una visión mejor. Una visión de cosas que no pueden ser vistas; o mejor, de lo que no puede ser visto en las cosas. De lo que no puede ser visto en las cosas a pesar de estar en las cosas.
Siempre me representé la poesía en una relación similar a la del cuerpo, el alma y el cuerpo glorioso después de la Vuelta.
El cuerpo, el que tenemos hoy está bien. Es decir, es el cuerpo que corresponde por naturaleza a esta alma en concreto. No es un complemento de ella, pero tampoco se le identifica.
Ahora bien, este cuerpo va a perecer. Tiene que hacerlo. Y será polvo, nada. Polvo.

Pero después está la Resurrección de los muertos. Y esa resurrección es en cuerpo y alma. En ese cuerpo y en esa alma, que cada uno tuvo en nuestro recorrer temporal. Pero la gran incógnita es el cuerpo: aquel cuerpo que tuvimos ya es polvo, nada. Y tiene que ser nuevamente.

No quiero hace especulaciones laberínticas sobre misterios, sobre cosas que no sabemos y no sabremos hasta que no haga falta saberlas.
Lo que quiero es trazar un paralelo, una imagen. En fin, poesía.

La operación de creación poética es (podría ser, quizás sea) un movimiento similar al de la transición cuerpo mortal–alma perviviente–cuerpo inmortal. Y el poeta hace aquí las veces de Dios.
Veamos. Imaginemos.

Las cosas están en el mundo según un particular modo de ser, que incluye su “estar en el tiempo” y ese logoi del que habla Eduardo. El primero, si seguimos con el paralelismo, es el cuerpo–mortal y el segundo el alma.
Esta unión es la que existe en el mundo: las cosas según están en él.
Además, estas cosas tienen otro modo de ser, un modo de ser según el lenguaje. En él, digamos, el cuerpo deja de ser aquel existente en el mundo, aquel capaz de ser percibido por los sentidos, para pasar a ser palabra. La corporeidad de la rosa se trastoca en la sonoridad de la palabra “rosa”.
Esta es una transformación “normal” de las cosas: pasan de ser cosas a ser palabras (cosas nombradas) sin perder nada de sí.

Pero cuando el que las nombra es el poeta, esto no es así. Por ese don, por esa gracia, el poeta crea otra relación de realidad.
Es que, si el poeta –como dije– es Dios, también es el Ángel de la Muerte.
Destruye esa unión de la cosa; no existe más la relación entre cosa-en-el-mundo y cosa-en-la-palabra (¡me faltan las palabras!).
De las cosas, el poeta sólo toma el alma. Prescinde del cuerpo.
Y, toma esa alma separada, ese espíritu que –por su misma naturaleza– es ajeno al tiempo. Y lo “carnaliza”, es decir, lo coloca en el Tiempo, pero en su pureza “espiritual”.
Lo que el poeta convoca no es la cosa en su existencia mundana sino el espíritu que informa esa existencia mundana, el espíritu solo y nada más que él.
Un espíritu que, por haber sido “traído”, ahora es temporal: el poeta lo ha temporalizado.
Por eso la poesía muestra las cosas desde una luz tan distinta. Por eso al leer a los poetas se tiene la sensación de redescubrir –bajo una luz distinta– cosas que parecían agotadas, que considerábamos ya conocidas.
Es que lo que muestran los poetas no son las cosas mismas, sino aquél espíritu que las informa. Y para mostrarlo es preciso que ese espíritu, de alguna manera, sea puesto en el tiempo, se haga tiempo (el hombre solo conoce el tiempo y las cosas en el tiempo).
Esa forma de hacerlo tiempo, de hacerse tiempo, es la poesía.
Entonces, la poesía es una suerte de lenguaje de signo divino, un código para el develamiento del ser de las cosas.
Sé que no me he explicado. Pero no creo que sea posible hacerlo mas que esto. Al menos no puedo hacerlo yo.

Nocturno
En el gastado corazón del Tiempo
se clavan las agujas de todos los cuadrantes.

Hay un pavor de soles que naufragan sin ruido:
la noche se cansa de enterrar a sus mundos.

¡Llora por los relojes que no saben dormir!
Las campanas se niegan a morder el silencio.
Tras un rebaño de horas
gastaron sus colmillos de bronce las campanas...

¡Ahora comprendo el viaje de tus cosas!
El sol ya no quería romperse en tus banderas.
Para mullir tu fuga, en el camino,
se desplumaron todas las águilas del viento.
Tus pasos clavetean
un gran tapiz de lejanía...
Son pájaros furtivos tus recuerdos:
amaban grandes ríos arbolados de muerte.

¡Estuche de palabras
donde guardar el roto muñeco de los años!
Nuestras anclas no muerden el fondo de las horas.
Los péndulos cabeceantes
dibujan negativas en la noche.

¡Tierra que nunca se gastó en mis pasos!
¿Qué historia contaremos a los días?
¿Cómo arriar el velamen
de las mañanas, ávido remero?

¡Todo está bien, ya soy un poco dios
en esta soledad,
con este orgullo de hombre que ha tendido a las cosas
una ballesta de palabras!
Marechal

Pero lo peor de esto es que este terrible poder es un don. Un don un tanto caprichoso, que se otorga aquí y acullá sin mucho método ni sentido. Y para colmo, un don que nos acerca mucho mas que los otros a la “imagen y semejanza”. Es una potencia creadora, en el sentido más preciso y exacto de la palabra. Una potencia de creación como la de Dios.
Y, libre albedrío dixit, estará en el poeta usarla o no usarla; usarla bien o mal. Pero esto, claro, es ya la difícil línea entre moral y poesía; entre moral y creación artística.
La sutil distinción entre adorarlo a Él o adorar ídolos, es decir, adorarnos en los ídolos.

Ídolo
Alfarero sobre el tapiz de los días,
¿con qué barro modelé tu garganta de ídolo
y tus piernas que se tuercen como arroyos?

Mi pulgar afinó tu vientre
más liso que la piel de los tambores nupciales.
He puesto cuerdas al arco nuevo de tu sonrisa
y engarcé dos noches en el sitio de tus ojos...

¡Ídolo de los alfareros!
Yo sé que redondeas el cántaro de la mañana
y lo pintas de sol
y lo llenas con una luz rota de pájaros.
Ídolo de los alfareros
que se sientan sobre el tapiz de los días...

He quemado a tu pie
la madera fragante de mi palabra.
El viento no deshojó todavía
un tulipán de música más bonito que tu nombre.

¡Haz que maduren los frutos
y que la lluvia deje su país de llanto,

ídolo de los alfareros
que se sientan sobre el tapiz de los días!

Si no mis odios bailarán
sobre la tierra de tu carne...

Marechal

La estrofa “he quemado a tus pies la madera fragante de mis palabras” resume lo que intento decir: el poeta, por el sólo hecho de serlo, está (y debe) rendir pleitesía a las cosas. Ahora, esta adoración puede ser o de las cosas como signo, como mediadoras de su Creador; o de las cosas mismas, como un fin en sí.
Porque todas las cosas reconducen a su Creador, a su Principio y Fin. Pero está en el hombre arrancarles este aspecto de su existencia, esta su condición de “hoja de ruta” a lo Divino. Y como el poeta mira a las cosas “mejor”, y las entiende en toda (sí, es cierto: en “casi” toda”) su complejidad existencial es quien corre mayores peligro de caer en sus redes, de perderse en ellas. Corre el peligro de prendarse de los cantos sirenaicos y no escuchar la melodía de las que estos cantos no son mas que el preludio. Puede olvidarse de La Canción Mas Antigua del Mundo: la que es anterior al mundo, la que creó el mundo.

La antigua canción
Yo cantara tus ojos en estrofas sutil
porque el arte me ha dado su lira de marfil;
pero al mirar tus ojos de un azul tan profundo,
solo sé la canción mas antigua del mundo...

Yo podría decir el frescor de tu boca
forjando con mis rimas una hipérbole loca;
pero cuando en la fiebre de tus labios me hundo
solo sé la canción mas antigua del mundo...

Es la eterna canción del eterno embeleso
y acompaña sus giros musicales el beso.
Los pájaros la dicen y la flor no la olvida,
porque es simple y es vieja lo mismo que la vida.

Mas ¡ay! entre tus labios, que sentido profundo
Si cantas la canción mas antigua del mundo!...

Marechal

Este comentario se ha convertido en una parrafada larguísima e intragable. Pido disculpas. El tema me interesa sobremanera y leerlo me ha traído a la memoria cosas que creía enterradas.El que quiera entender algo, que relea (en el orden en que las coloqué) las poesías de mas arriba. Marechal es la mejor manera de "entender a Aristóteles a través de Platón". Y, además, si algo de lo que he dicho es cierto, es mucho más fructífero leer a un poeta, antes que toda estas especulaciones caóticas y casi febriles.

09 noviembre 2005

¡Shhh!

Debe ser la época del año, o las mil preocupaciones “urbanas”: aquellas de la “nostalgia de campo” del post anterior. Será lo que será o lo que deba ser, pero la verdad es que ando un tanto desganado.
Si este blog es algo bueno, la apatía puede ser una táctica de mi impávida voluntad para encontrar excusas y terminar de una vez por todas (¡naturaleza caída!, todos tenemos nuestro demonio personal); si esto es algo malo, puede ser una inspiración para que no pierda mas tiempo en tilinguerías.
No estoy seguro cuál es la respuesta correcta pero lo cierto es que se me está haciendo cuesta arriba seguir con este proyecto de conjunción de poesía y realidad que es Cuaderna. Cuando lo inicié estaba convencido de que la poesía era interminable, que cualquier tema, hasta el mas nimio, ha sido alguna vez pensado por un poeta y, entonces, era posible llevar un diario interminable en el que se conjugara la poesía y el acaso, y el mundo en su cotidianeidad. Pero ya no estoy tan seguro.
Hoy hace falta silencio... y espera.

SILENCIO
No digas nada, no preguntes nada.
Cuando quieras hablar, quédate mudo:
que un silencio sin fin sea tu escudo
y al mismo tiempo tu perfecta espada.

No llames si la puerta está cerrada,
no llores si el dolor es más agudo,
no cantes si el camino es menos rudo,
no interrogues sino con la mirada.

Y en la calma profunda y transparente
que poco a poco y silenciosamente
inundará tu pecho de este modo,

sentirás el latido enamorado
con que tu corazón recuperado
te irá diciendo todo, todo, todo.


Francisco Luis Bernárdez

04 noviembre 2005

Bicho de ciudad

Perdonen, pero hoy tengo ganas de no estar acá. Debe ser la lluvia, me imagino. La lluvia promete espacios, olor a tierra saciada, a campo: promete espacios. Pero esta ciudad...
Todas las ciudades. En realidad, el problema son todas las ciudades, cualquier ciudad.
No es que sean malas. Tienen su cosas, sus ventajas; pero ¡a veces son tan pequeñas!. Sí, sí ya se: que los amigos, que la vida cultural, que las posibilidades, que las comodidades. Sí, sí, ya se; entiendo, tienen razón. Pero...
Porque, al final, lo que importa, lo que verdaderamente importa...., no se, pero parece que no se consigue en la ciudad.
FÁBULA VIII
El ratón de la corte y el del campo
Un Ratón cortesano
Convidó con un modo muy urbano
A un Ratón campesino.
Diole gordo tocino,
Queso fresco de Holanda,
Y una despensa llena de vianda
Era su alojamiento,
Pues no pudiera haber un aposento
Tan magníficamente preparado,
Aunque fuese en Ratópolis buscado
Con el mayor esmero,
Para alojar a Roepan primero.
Sus sentidos allí se recreaban;
Las paredes y techos adornaban,
Entre mil ratonescas golosinas,
Salchichones, perniles y cecinas.
Saltaban de placer, ¡oh qué embeleso!
De pernil en pernil, de queso en queso.
En esta situación tan lisonjera
Llega la Despensera.
Oyen el ruido, corren, se agazapan,
Pierden el tino, mas al fin se escapan
Atropelladamente
Por cierto pasadizo abierto a diente.
«¡Esto tenemos! dijo el campesino;
Reniego yo del queso, del tocino
Y de quien busca gustos
Entre los sobresaltos y los sustos»
Volvióse a su campaña en el instante
Y estimó mucho más de allí adelante,
Sin zozobra, temor ni pesadumbres,
Su casita de tierra y sus legumbres.

Samaniego

01 noviembre 2005

Santos e idiotas

Hoy es el día de todos los santos. Rápidamente, nada mejor que traer un himno de la liturgia de las horas.

Peregrinos del reino celeste,
hoy, con nuestras plegarias y cantos,
invocamos a todos los santos,
revestidos de cándida veste.

Estos son los que a Cristo siguieron,
y por Cristo la vida entregaron,
en su sangre de Dios se lavaron,
testimonio de amigos le dieron.

Sólo a Dios en la tierra buscaron,
y de todos hermanos se hicieron.
Porque a todos sus brazos se abrieron,
éstos son los que a Dios encontraron.

Desde el cielo, nos llega cercana
su presencia y su luz guiadora:
nos invitan, nos llaman ahora,
compañeros seremos mañana.

Animosos, sigamos sus huellas,
nuestro barro será transformado
hasta verse con Cristo elevado
junto a Dios en su cielo de estrellas.

Gloria a Dios, que ilumina este día:
gloria al Padre, que quiso crearnos,
gloria al Hijo, que vino a salvarnos,
y al Espíritu que él nos envía.
Y esta reflexión de El Evangelio del día, sobre los “santos no ejemplares”:
“La santificación se da en la misteriosa unión de la gracia de Dios y de la libertad humana, pero ambas, gracia y libertad, transcienden en última instancia todo condicionamiento exterior a ellas. Esto significa que la santidad esencial no puede verse limitada por adversas circunstancias psíquicas, corporales o ambientales, pero éstas sí pueden limitar, sin que haya culpa, la íntima experiencia psicológica de la santidad, así como su ejercicio moral en actos concretos.
Sabemos que concretamente en los cristianos, Dios santifica al hombre contando con el concurso de sus facultades mentales. Pero sabemos que Dios también santifica al hombre sin el concurso consciente y activo de sus potencias psicológicas. Así son santificados los niños sin uso de la razón. Los locos durante su tiempo de alineación mental. Los paganos, pues los que son santificados sin fe-conceptual (no conocen a Cristo), habrán de tener un cierto modo de fe-ultraconceptual, ya que sin la fe no podrían agradar a Dios (Heb. 11, 5-6) Los místicos, cuando al orar o al actuar bajo la intensa acción de los dones del Espíritu Santo, no ejercitan activamente las potencias psicológicas; ellos nos hablan de cómo la fe ha de trascender tanto lo inferior sensitivo como lo racional y superior.
Por otra parte, la distinción real que hay entre el alma y las potencias que de ella fluyen nos ayuda también mucho a comprender estos modos de santificación al margen de las potencias del hombre. En efecto, lo que santifica al hombre es la gracia, pero propiamente la gracia perfecciona la esencia misma del alma, que es distinta de sus potencias psicológicas; éstas, en la santificación, pueden quedar eventualmente incultas, por designio divino. Este designio de Dios, como decíamos, parece bastante frecuente, pues hay que reconocer que entre los hombres – y también a veces los “cristianos”- el número de niños, locos y paganos es muy grande. Entre todos éstos la santificación de Dios realizará no pocas veces “santos no ejemplares”.
Recordemos también en esto que la santificación cristiana es escatológica: se realizará plenamente en la resurrección. Pero aquí en la tierra muchas veces el Espíritu Santo habita y santifica realmente a hombres cuya lamentable circunstancia, impide todavía ciertas vivencias psicológicas y ciertas manifestaciones éticas que corresponderían normalmente a la santidad. Ahora bien, si desde el fondo de su humillación, esos hombres aceptan la cruz de la vergüenza, son santos: las realizaciones psicológicas y morales de la santidad pueden ser en ellos desastrosas, pero son santos.
No son santos “canonizables”, por supuesto, ya que la Iglesia sólo canoniza santos ejemplares.
La obra santificante de Dios, en esta vida histórica, produce, pues, dos tipos de santos, según que la gracia actúe sobre naturalezas individuales relativamente sanas o particularmente deterioradas, o más exactamente, según los designios de la Providencia. En palabras de Beirnaert: “ Existen los santos cuyos psiquismos son desfavorecidos y pobres, la multitud de los angustiados, agresivos, carnales, todos aquellos que arrastran el peso insoportable de los determinismos... Y junto a ellos existen los santos de feliz psiquismo, los santos castos, fuertes y dulces, los santos modelo, canonizados o canonizables, los santos admirables que provocan la acción de gracias y en quienes vemos a la humanidad transformada por la gracia (L. Beirnaert, Experiencia Cristiana y sicología, Barcelona, Estela 1969).
La gracia de Dios, en cada hombre concreto, no sana necesariamente en esta vida todas las enfermedades y atrofias de la naturaleza humana; sana lo que, en los designios de la Providencia, viene requerido para la divina unción. Permite, pues, a veces que perduren en el hombre deificado no pocas deficiencias psicológicas y morales inculpables, que para la persona será una no pequeña humillación y sufrimiento”
Es curiosa esta categoría (ya la había escuchado antes), me llama la atención este llamamiento a la santidad “actual” de los “angustiados, agresivos, carnales”. Es una maravillosa prueba de que la gracia es santificante, sin importar la voluntad humana.
Pero lo mas curioso es la inclusión en la misma categoría de los “locos”, los paganos y los desgraciados.
Lo primero que me trae a la mente es algo que alguna vez leí sobre la afabilidad con que el hombre antiguo y medieval trataba a los idiotas.
Porque así se los llamaba, idiotas. No con esos eufemismos tan caros a la modernidad, “discapacitado”, “minusválido”. Y, si bien se mira, es precisamente esta manera moderna de tratarlos, de nombrarlos, la que oculta un cierto aire de conmiseración, de soberbia (“Yo, porque estoy sano, porque soy normal, condesciendo a tratarte bien”).
La otra, la antigua, escondía una vaga noción de que el idiota no era sólo un ser con disfunciones intelectuales; vagamente intuía que esta su condición de idiota lo ponía, de algún modo más o menos inexplicable, en un contacto mas directo con lo sobrenatural, con lo divino.
De esto se infiere toda una perspectiva diferente sobre la relación (esto también lo leí, no recuerdo dónde: creo que es de Chesterton) entre el Rey y los bufones, estos extraños seres a los que el hombre más poderoso de todos les permite cualquier irreverencia.
También esto trae maravillosas especulaciones sobre el fondo del alma humana particular (la de cada uno, la de todos) como la de Simone Weil en “Espera de Dios”, cuando habla de los caídos en desgracia o “El Idiota” de Dostoiewski, ese irritable santo terrestre (un Cristo sin naturaleza divina: creo que así lo llamó).
No se.
Uno está acostumbrado al santo “de altar”, al ejemplo, al modelo. Al Santo Glorioso. Este ejército de santos “de infantería” no deja de causarme alguna sorpresa.
Pero es cierto.
Y quien conozca, o haya conocido, alguno de estos seres sumidos irremediablemente en su sufrimiento lo sabe.
La cuestión es la Esperanza, supongo. Es decir, no la esperanza conciente, la... espera en esperanza. Sino la Esperanza en estado puro, sin mediaciones, sin humanidad. La Esperanza puramente sobrenatural.