01 noviembre 2005

Santos e idiotas

Hoy es el día de todos los santos. Rápidamente, nada mejor que traer un himno de la liturgia de las horas.

Peregrinos del reino celeste,
hoy, con nuestras plegarias y cantos,
invocamos a todos los santos,
revestidos de cándida veste.

Estos son los que a Cristo siguieron,
y por Cristo la vida entregaron,
en su sangre de Dios se lavaron,
testimonio de amigos le dieron.

Sólo a Dios en la tierra buscaron,
y de todos hermanos se hicieron.
Porque a todos sus brazos se abrieron,
éstos son los que a Dios encontraron.

Desde el cielo, nos llega cercana
su presencia y su luz guiadora:
nos invitan, nos llaman ahora,
compañeros seremos mañana.

Animosos, sigamos sus huellas,
nuestro barro será transformado
hasta verse con Cristo elevado
junto a Dios en su cielo de estrellas.

Gloria a Dios, que ilumina este día:
gloria al Padre, que quiso crearnos,
gloria al Hijo, que vino a salvarnos,
y al Espíritu que él nos envía.
Y esta reflexión de El Evangelio del día, sobre los “santos no ejemplares”:
“La santificación se da en la misteriosa unión de la gracia de Dios y de la libertad humana, pero ambas, gracia y libertad, transcienden en última instancia todo condicionamiento exterior a ellas. Esto significa que la santidad esencial no puede verse limitada por adversas circunstancias psíquicas, corporales o ambientales, pero éstas sí pueden limitar, sin que haya culpa, la íntima experiencia psicológica de la santidad, así como su ejercicio moral en actos concretos.
Sabemos que concretamente en los cristianos, Dios santifica al hombre contando con el concurso de sus facultades mentales. Pero sabemos que Dios también santifica al hombre sin el concurso consciente y activo de sus potencias psicológicas. Así son santificados los niños sin uso de la razón. Los locos durante su tiempo de alineación mental. Los paganos, pues los que son santificados sin fe-conceptual (no conocen a Cristo), habrán de tener un cierto modo de fe-ultraconceptual, ya que sin la fe no podrían agradar a Dios (Heb. 11, 5-6) Los místicos, cuando al orar o al actuar bajo la intensa acción de los dones del Espíritu Santo, no ejercitan activamente las potencias psicológicas; ellos nos hablan de cómo la fe ha de trascender tanto lo inferior sensitivo como lo racional y superior.
Por otra parte, la distinción real que hay entre el alma y las potencias que de ella fluyen nos ayuda también mucho a comprender estos modos de santificación al margen de las potencias del hombre. En efecto, lo que santifica al hombre es la gracia, pero propiamente la gracia perfecciona la esencia misma del alma, que es distinta de sus potencias psicológicas; éstas, en la santificación, pueden quedar eventualmente incultas, por designio divino. Este designio de Dios, como decíamos, parece bastante frecuente, pues hay que reconocer que entre los hombres – y también a veces los “cristianos”- el número de niños, locos y paganos es muy grande. Entre todos éstos la santificación de Dios realizará no pocas veces “santos no ejemplares”.
Recordemos también en esto que la santificación cristiana es escatológica: se realizará plenamente en la resurrección. Pero aquí en la tierra muchas veces el Espíritu Santo habita y santifica realmente a hombres cuya lamentable circunstancia, impide todavía ciertas vivencias psicológicas y ciertas manifestaciones éticas que corresponderían normalmente a la santidad. Ahora bien, si desde el fondo de su humillación, esos hombres aceptan la cruz de la vergüenza, son santos: las realizaciones psicológicas y morales de la santidad pueden ser en ellos desastrosas, pero son santos.
No son santos “canonizables”, por supuesto, ya que la Iglesia sólo canoniza santos ejemplares.
La obra santificante de Dios, en esta vida histórica, produce, pues, dos tipos de santos, según que la gracia actúe sobre naturalezas individuales relativamente sanas o particularmente deterioradas, o más exactamente, según los designios de la Providencia. En palabras de Beirnaert: “ Existen los santos cuyos psiquismos son desfavorecidos y pobres, la multitud de los angustiados, agresivos, carnales, todos aquellos que arrastran el peso insoportable de los determinismos... Y junto a ellos existen los santos de feliz psiquismo, los santos castos, fuertes y dulces, los santos modelo, canonizados o canonizables, los santos admirables que provocan la acción de gracias y en quienes vemos a la humanidad transformada por la gracia (L. Beirnaert, Experiencia Cristiana y sicología, Barcelona, Estela 1969).
La gracia de Dios, en cada hombre concreto, no sana necesariamente en esta vida todas las enfermedades y atrofias de la naturaleza humana; sana lo que, en los designios de la Providencia, viene requerido para la divina unción. Permite, pues, a veces que perduren en el hombre deificado no pocas deficiencias psicológicas y morales inculpables, que para la persona será una no pequeña humillación y sufrimiento”
Es curiosa esta categoría (ya la había escuchado antes), me llama la atención este llamamiento a la santidad “actual” de los “angustiados, agresivos, carnales”. Es una maravillosa prueba de que la gracia es santificante, sin importar la voluntad humana.
Pero lo mas curioso es la inclusión en la misma categoría de los “locos”, los paganos y los desgraciados.
Lo primero que me trae a la mente es algo que alguna vez leí sobre la afabilidad con que el hombre antiguo y medieval trataba a los idiotas.
Porque así se los llamaba, idiotas. No con esos eufemismos tan caros a la modernidad, “discapacitado”, “minusválido”. Y, si bien se mira, es precisamente esta manera moderna de tratarlos, de nombrarlos, la que oculta un cierto aire de conmiseración, de soberbia (“Yo, porque estoy sano, porque soy normal, condesciendo a tratarte bien”).
La otra, la antigua, escondía una vaga noción de que el idiota no era sólo un ser con disfunciones intelectuales; vagamente intuía que esta su condición de idiota lo ponía, de algún modo más o menos inexplicable, en un contacto mas directo con lo sobrenatural, con lo divino.
De esto se infiere toda una perspectiva diferente sobre la relación (esto también lo leí, no recuerdo dónde: creo que es de Chesterton) entre el Rey y los bufones, estos extraños seres a los que el hombre más poderoso de todos les permite cualquier irreverencia.
También esto trae maravillosas especulaciones sobre el fondo del alma humana particular (la de cada uno, la de todos) como la de Simone Weil en “Espera de Dios”, cuando habla de los caídos en desgracia o “El Idiota” de Dostoiewski, ese irritable santo terrestre (un Cristo sin naturaleza divina: creo que así lo llamó).
No se.
Uno está acostumbrado al santo “de altar”, al ejemplo, al modelo. Al Santo Glorioso. Este ejército de santos “de infantería” no deja de causarme alguna sorpresa.
Pero es cierto.
Y quien conozca, o haya conocido, alguno de estos seres sumidos irremediablemente en su sufrimiento lo sabe.
La cuestión es la Esperanza, supongo. Es decir, no la esperanza conciente, la... espera en esperanza. Sino la Esperanza en estado puro, sin mediaciones, sin humanidad. La Esperanza puramente sobrenatural.