26 octubre 2006

Sin mas palabras

Elegía
Solo, con ruda soledad marina,
se fue por un sendero de la luna,
mi dorada madrina,
apagando sus luces como una
pestaña de lucero en la neblina.

El dolor me sangraba el pensamiento,
y en los labios tenía,
como una rosa negra, mi silencio.

Las azules cenéforas de la melancolía
derramaron sus frágiles cestillos,
y el sueño se dolía
con la luna de lánguidos lebreles amarillos.

Se pusieron de púrpura las liras;
las mujeres, en hilos de lágrimas suspensas,
cortaron las espiras
blandamente aromadas de sus trenzas.

Y al romper mis quietudes vesperales
lo gris de estas congojas,
las oí resbalar como a las hojas
en los rubios jardines otoñales.

Apaguemos las lámparas, hermanos.
De los dulces laúdes
no muevan le cordaje nuestras manos.
Se nos murieron las siete virtudes,
al asomar
los finos labios del amanecer.
¡Ponga dios una lenta lágrima de mujer
en los ojos del mar!

José Gorostiza

Correspondría a uno de mis hermanos entonar esta elegía... si madrina sería (sólo) quien el azar y la cronología nos designa.
Pero ese papel se cumple y se reparte entre dos, algunas o –con suerte– muchas.
Porque, a diferencia del sustantivo masculino, “padrino”, que dice mucho de protector y guardián, “madrina” habla de otras cosas: padrino es quien acompaña en un duelo a muerte, madrina es la que dirige a la tropilla al reparo.
Madrina es compañera. Es una presencia en la que apenas se repara... hasta que falta.

No alcanzo a entender por qué, pero estos últimos tiempos se me han rodeado de muerte. Y de la que se sienten muy adentro; detrás de la conciencia, un poco más allá del dolor.

Por eso me falla la escritura (¡tantos obvios lugares comunes!). Por eso tengo que copiar estos versos, ajenos.
Se puede escribir desde el dolor.
Pero más allá, no hay nada: se acaban las palabras... ¿qué puedo traer?.