16 noviembre 2005

Disfrazando al mundo


Una de las mas imborrables impresiones que he tenido es la de las caras de mis hijos (en realidad, de cualquier chico) cuando se disfrazan.
Inmediatamente recuerdo aquello de Chesterton (¿Ortodoxia?), sobre la infinita diferencia –contra lo que dice la opinión común– entre los locos y los niños. Claro que el entrañable GKCh trae esto a colación para demostrar que, en rigor, los más parecidos a los locos son los racionalistas, pero me interesa el otro lado de la cuestión.

Es decir, en qué quedan los niños en esta comparación.

Porque es cierto. No existe nadie que se comprometa tanto con su papel, con su disfraz, como los niños. Y en esto se parecen a los locos.
Pero a la vez, y al contrario de los locos (y los racionalistas, diría GkCh), ellos tienen perfecta conciencia de que han asumido un papel. Es decir, que no son su disfraz sino que están haciendo como si lo fueran.
Y creo que es esta perfecta conjunción entre la entrega en cuerpo y alma al personaje que representan y la convicción subyacente e inconmovibles de que un juego es un juego y nada mas que un juego, es lo que los hace inolvidables.
Hay que verlos ponerse el disfraz y “poner cara de”, por ejemplo, piratas o princesas, para pasar inmediatamente a una enorme sonrisa de satisfacción cuando alguien les elogia su disfraz e, inmediatamente, volver a su papel imaginario.

Disfraces
De blanca osadía siempre imaginadas
Te invistes, niño, en disfraz de papel.
Asumes el ser del pirata, guías el bajel,
a surcar seis mares de baldosas ajadas.

El patio es tu selva o tu agreste trinchera,
y acechas bandidos, o tal vez la merienda;
con turbante de toalla, que tu ser refrenda
de pirata malayo que en la lid espera;

enfrentas las junglas o la mar anchurosa
montado en un banco, detrás de una mesa
presintiendo una fiera en la selva espesa
o avistando dragones de faz tenebrosa.

Te veo en tu infancia de tardes audaces
tal eres, mi hijo, en lugares de ensueño
Y quiero volver, a eso me empeño,
a todos mis juegos de tiempos fugaces.

Cuando crecemos perdemos esa capacidad.
Esto es un lugar común. Pero no estoy hablando de la capacidad de juego; ni siquiera de la capacidad de imaginarnos en “papeles” (esta última no la perdemos... y puede ser maligna: recuerden los “potenciales” de Adán Buenosayres, en Cacodelphia).
Me refiero a esa versatilidad para pasar de lo real a lo lúdico; de lo visible a lo invisible.

Ahora, trasladen esto a lo religioso, a la actitud religiosa.

Esa potestad no la perdimos con la infancia: la perdimos con la historia. Y esto no es una crítica a la Modernidad atea, como algo diferente a nosotros: es una crítica al hombre de hoy, a todos nosotros que compartimos este tiempo y este pedazo de historia.
Olvidamos esa capacidad del hombre antiguo de “pasar” de las cosas naturales a las sobrenaturales inmediatamente, sin solución de continuidad. Hemos perdido la visión de un mundo (natural) que está transido de “sobrenaturalidad”.
Hemos inventado un estado religioso que se acomoda (más o menos) al estado normal. De ahí salen frases tan sorprendentes como cuando decimos que rezando nos “ponemos” en presencia de Dios (¡como si no estuviéramos en su presencia en todo momento!).
También de esta mentalidad viene la abrupta separación entre moral personal y religiosidad, esa forma tan fácil que tenemos de aceptar cualquier inmoralidad y suponer que esto no nos afecta en nuestra religiosidad.

Siempre se dice que esto es Fariseísmo. Pero no.
El Fariseísmo es una manera de creer que la moral y la religión son dos cosas distintas, que no tienen nada en común. Pero esto es diferente, sutilmente diferente, pero diferente.
La discusión contra el Fariseísmo es, si se quiere, racional: en teoría, podríamos convencer a un Fariseo de su error, hacerle ver que moral y religión son dos caras de la misma moneda.
En cambio, esta separación moderna entre natural y sobrenatural no es racionalmente controvertible. Sería intentar convencer a alguien de que la tierra no es redonda, o de que la ley de la gravedad no existe.
Es, en suma, intentar que el hombre de hoy abandone algo totalmente arraigado en su concepción del mundo.
El hombre de hoy, simplemente, no cree que el mundo natural y el sobrenatural son una y la misma cosa. No cree que los dos son, simplemente, El Mundo.

Ya lo dije: esto es sutil. Pero sutilmente diabólico. Contra ideas equivocadas uno puede discutir, argumentar, convencer o, finalmente, enojarse.
Pero contra cosmovisiones erróneas no hay armas, no hay defensas.
Excepto la oración, claro.