Leyenda

Tuve un contacto “directo” con una leyenda en el Noroeste, en una travesía que me ha dejado un recuerdo imborrable.
Estábamos en el cerro, muy arriba, como a un día a caballo. Como buenos porteños nos habíamos pertrechado con cuanta arma de fuego, caña de pesca y toda la parafernalia que pudimos conseguir en Buenos Aires.
Llegamos a caballo a un paraje formado por una serie de casitas dispersas aquí y allá, a la vera de un arroyo y rodeando, mas bien irregularmente, la escuelita rural, único signo “institucional” visible (ni iglesia había).
En nuestro afán por justificar nuestro “turismo aventura” preguntamos aquí y allá dónde se podían cazar unas vicuñas.
–Por’aí arriba, en aquella abra... pero está Coquena.
Por supuesto, interpretando la frase con nuestras categorías urbanas, supuse que se refería a algún vecino y que la preocupación era puramente de seguridad personal: era peligroso, porque el tal Coquena estaba arriba haciendo vaya uno a saber qué.
Mucho tiempo después, de casualidad –por estos versos del poeta salteño Juan Carlos Dávalos– me enteré del significado real de la advertencia.
Porque eso era: una advertencia.
La leyenda del Coquena
Cazando vicuñas anduve en los cerros.
Heridas de bala se escaparon dos.
-No caces vicuñas con arma de fuego,
Coquena se enoja- me dijo un pastor.
- ¿Por qué no pillarlas a la usanza vieja,
cercando la hoyada con hilo punzó?
¿Para qué matarlas, si sólo codicias
para tus vestidos el fino vellón?
-No caces vicuñas con arma de fuego,
Coquena las venga, te lo digo yo.
¿No viste en las mansas pupilas oscuras
brillar la serena mirada del dios?
-¿Tú viste a Coquena?
-Yo nunca lo vide,
pero sí mi agüelo- repuso el pastor;-
una vez oíle silbar solamente,
y en unos tolares, como a la oración.
Coquena es enano; de vicuña lleva
sombrero, escarpines, casaca y calzón;
gasta diminutas ojotas de duende,
y diz que es de cholo la cara del dios.
De todo ganado que pace en los cerros,
Coquena es oculto, celoso pastor;
si ves a lo lejos moverse las tropas,
es porque invisible las arrea el dios.
Y es él quien se roba de noche las llamas
cuando con exceso las carga el patrón.
En unos sayales, encima del cerro,
guardando sus cabras andaba el pasto;
zumbaba en los iros el gárrulo viento,
rajaba las piedras la fuerza del sol.
De allende las cumbres de nieves eternas,
venir los nublados miraba el pastor;
después la neblina cubrió todo el valle,
subió por las faldas y el cerro tapó...
Huyó por los filos el hato disperso,
y a gritos, en vano, lo llama el pastor.
La noche le toma sentado en cuclillas,
y un sueño profundo sus ojos cerró.
Cuando el alba tiñe - limpiando los cielos-
de rosa las abras, despierta el pastor.
Junto a él, a trueque del hato perdido,
Coquena, de oro le puso un zurrón.
No más en los cerros guardando sus cabras,
las gentes del valle vieron al pastor;
Coquena dispuso que fuese muy rico.
Tal premia a los buenos pastores el dios.