Leyenda
Por nuestra mentalidad ciudadana estamos acostumbrados a tomar las leyendas en un sentido literario o... “étnico” como gusta tanto decir hoy día. Pero pocas veces tomamos conciencia del carácter moral y pedagógico que traen consigo. Esto solo se advierte en toda su dimensión cuando la leyenda en cuestión tiene ciertos visos de realidad o cuando uno se encuentra con alguien que, simplemente, cree en ella.
Tuve un contacto “directo” con una leyenda en el Noroeste, en una travesía que me ha dejado un recuerdo imborrable.
Estábamos en el cerro, muy arriba, como a un día a caballo. Como buenos porteños nos habíamos pertrechado con cuanta arma de fuego, caña de pesca y toda la parafernalia que pudimos conseguir en Buenos Aires.
Llegamos a caballo a un paraje formado por una serie de casitas dispersas aquí y allá, a la vera de un arroyo y rodeando, mas bien irregularmente, la escuelita rural, único signo “institucional” visible (ni iglesia había).
En nuestro afán por justificar nuestro “turismo aventura” preguntamos aquí y allá dónde se podían cazar unas vicuñas.
–Por’aí arriba, en aquella abra... pero está Coquena.
Por supuesto, interpretando la frase con nuestras categorías urbanas, supuse que se refería a algún vecino y que la preocupación era puramente de seguridad personal: era peligroso, porque el tal Coquena estaba arriba haciendo vaya uno a saber qué.
Mucho tiempo después, de casualidad –por estos versos del poeta salteño Juan Carlos Dávalos– me enteré del significado real de la advertencia.
Porque eso era: una advertencia.
Tuve un contacto “directo” con una leyenda en el Noroeste, en una travesía que me ha dejado un recuerdo imborrable.
Estábamos en el cerro, muy arriba, como a un día a caballo. Como buenos porteños nos habíamos pertrechado con cuanta arma de fuego, caña de pesca y toda la parafernalia que pudimos conseguir en Buenos Aires.
Llegamos a caballo a un paraje formado por una serie de casitas dispersas aquí y allá, a la vera de un arroyo y rodeando, mas bien irregularmente, la escuelita rural, único signo “institucional” visible (ni iglesia había).
En nuestro afán por justificar nuestro “turismo aventura” preguntamos aquí y allá dónde se podían cazar unas vicuñas.
–Por’aí arriba, en aquella abra... pero está Coquena.
Por supuesto, interpretando la frase con nuestras categorías urbanas, supuse que se refería a algún vecino y que la preocupación era puramente de seguridad personal: era peligroso, porque el tal Coquena estaba arriba haciendo vaya uno a saber qué.
Mucho tiempo después, de casualidad –por estos versos del poeta salteño Juan Carlos Dávalos– me enteré del significado real de la advertencia.
Porque eso era: una advertencia.
La leyenda del Coquena
Cazando vicuñas anduve en los cerros.
Heridas de bala se escaparon dos.
-No caces vicuñas con arma de fuego,
Coquena se enoja- me dijo un pastor.
- ¿Por qué no pillarlas a la usanza vieja,
cercando la hoyada con hilo punzó?
¿Para qué matarlas, si sólo codicias
para tus vestidos el fino vellón?
-No caces vicuñas con arma de fuego,
Coquena las venga, te lo digo yo.
¿No viste en las mansas pupilas oscuras
brillar la serena mirada del dios?
-¿Tú viste a Coquena?
-Yo nunca lo vide,
pero sí mi agüelo- repuso el pastor;-
una vez oíle silbar solamente,
y en unos tolares, como a la oración.
Coquena es enano; de vicuña lleva
sombrero, escarpines, casaca y calzón;
gasta diminutas ojotas de duende,
y diz que es de cholo la cara del dios.
De todo ganado que pace en los cerros,
Coquena es oculto, celoso pastor;
si ves a lo lejos moverse las tropas,
es porque invisible las arrea el dios.
Y es él quien se roba de noche las llamas
cuando con exceso las carga el patrón.
En unos sayales, encima del cerro,
guardando sus cabras andaba el pasto;
zumbaba en los iros el gárrulo viento,
rajaba las piedras la fuerza del sol.
De allende las cumbres de nieves eternas,
venir los nublados miraba el pastor;
después la neblina cubrió todo el valle,
subió por las faldas y el cerro tapó...
Huyó por los filos el hato disperso,
y a gritos, en vano, lo llama el pastor.
La noche le toma sentado en cuclillas,
y un sueño profundo sus ojos cerró.
Cuando el alba tiñe - limpiando los cielos-
de rosa las abras, despierta el pastor.
Junto a él, a trueque del hato perdido,
Coquena, de oro le puso un zurrón.
No más en los cerros guardando sus cabras,
las gentes del valle vieron al pastor;
Coquena dispuso que fuese muy rico.
Tal premia a los buenos pastores el dios.