Ser bosque
Algo que siempre me ha llamado la atención de la poesía es que las mejores metáforas que he leído tienen un tema común: el descubrimiento del ser amado en las cosas, en la naturaleza, en aquello de la creación que nos deslumbra y nos atrae.
Es un tema común de la poesía cuya causa “psicológica” no está totalmente develada; quizás, precisamente, porque se atribuya solo a estados psicológicos.
Hay aquí dos temas.
Primero, la intuición de que lo bello se describe, se lo nombra acabadamente sin recurrir a abstracciones o entelequias.
Lo bello es concreto, individuado. Y la única manera de nombrarlo, de hacer referencia a él es en la comparación, haciendo referencia a otra cosa bella.
Hasta en la reflexión filosófica sobre la “entidad” de la Belleza se ha recurrido a metáforas. No otra cosa es la definición escolástica de lo bello como splendor forma: el esplendor, el brillo de la forma. Como si la forma fuera un algo existente en sí, independiente e individual que pudiera iluminar y opacarse.
De aquí, y este es el segundo punto, la identificación (casi mágica) que solemos hacer entre ciertas personas y ciertos objetos.
Indefectiblemente tal o cual árbol, o una flor o un río, nos trae a la conciencia esa persona.
No quiero parecer esotérico o algo así, pero a veces he pensado que existe algo mas que una unión subjetiva, una especie de capricho de nuestras mentes, en la relación entre cosas y personas.
C. S. Lewis, tan amigo de los animales, sostenía (con muchas dudas y tímidamente, es cierto) que aquellos animales que habían desarrollado en la tierra algún tipo de vínculo con un humano, podían llegar a disfrutar de la Salvación. No por mérito propio, por supuesto, sino como un ser vinculado y dependiente del hombre salvo.
Es la misma idea de Tolkien en “Hoja, de Niggle” en el que la pintura de Niggles se convierte en su paraíso. Se espiritualiza para convertirse en el lugar de gozo.
Y si toda la creación tiene vocación de salvación, si ha de ser exaltada al Fin de los Tiempos, no sería raro que –en esa ocasión– esta relación que hoy está en escorzo, que percibimos como una simple asociación mental, exista como una unión verdadera..., es decir, Verdadera.
No se. Quizás estoy delirando.
Pero si me preguntan a mí, prefiero que me asignen un bosque.
Es un tema común de la poesía cuya causa “psicológica” no está totalmente develada; quizás, precisamente, porque se atribuya solo a estados psicológicos.
Hay aquí dos temas.
Primero, la intuición de que lo bello se describe, se lo nombra acabadamente sin recurrir a abstracciones o entelequias.
Lo bello es concreto, individuado. Y la única manera de nombrarlo, de hacer referencia a él es en la comparación, haciendo referencia a otra cosa bella.
Hasta en la reflexión filosófica sobre la “entidad” de la Belleza se ha recurrido a metáforas. No otra cosa es la definición escolástica de lo bello como splendor forma: el esplendor, el brillo de la forma. Como si la forma fuera un algo existente en sí, independiente e individual que pudiera iluminar y opacarse.
De aquí, y este es el segundo punto, la identificación (casi mágica) que solemos hacer entre ciertas personas y ciertos objetos.
Indefectiblemente tal o cual árbol, o una flor o un río, nos trae a la conciencia esa persona.
No quiero parecer esotérico o algo así, pero a veces he pensado que existe algo mas que una unión subjetiva, una especie de capricho de nuestras mentes, en la relación entre cosas y personas.
C. S. Lewis, tan amigo de los animales, sostenía (con muchas dudas y tímidamente, es cierto) que aquellos animales que habían desarrollado en la tierra algún tipo de vínculo con un humano, podían llegar a disfrutar de la Salvación. No por mérito propio, por supuesto, sino como un ser vinculado y dependiente del hombre salvo.
Es la misma idea de Tolkien en “Hoja, de Niggle” en el que la pintura de Niggles se convierte en su paraíso. Se espiritualiza para convertirse en el lugar de gozo.
Y si toda la creación tiene vocación de salvación, si ha de ser exaltada al Fin de los Tiempos, no sería raro que –en esa ocasión– esta relación que hoy está en escorzo, que percibimos como una simple asociación mental, exista como una unión verdadera..., es decir, Verdadera.
No se. Quizás estoy delirando.
Pero si me preguntan a mí, prefiero que me asignen un bosque.
Si quieres acercarte más...
Si quieres acercarte más a mi corazón
rodea tu casa de árboles.
Y sentirás el júbilo de la flor incipiente
mientras menos lograda más lejos de la muerte.
Escucharás las cosas pequeñas que yo escucho
cuando cae la tristeza sobre los campos húmedos.
El grillo que devana su pequeña madeja
de soledad y extiende su música en la hierba.
Y verá tu pupila la aventura del vuelo,
la fatiga del ala bajo el plumaje trémulo.
Planta delgados álamos, donde sus sombras midan
el césped silencioso y el agua cantarina,
y el quieto surtidor verde de los sauces
para que la tristeza caiga en tus ojos dulces.
El huso de los pinos donde la sombra crece
que hile la blandura de los atardeceres.
Y cuando esté maduro el silencio del bosque
pártelo como un fruto, pronunciando mi nombre.
Que sostengan los árboles la lluvia entre sus ramas
con la misma dulzura con que se toca un arpa.
Y hasta en la oscura noche, cada tallo en aroma
te entregue la delicia de las futuras pomas.
Y las redondas bayas -madurez y deseo-
pendan de los flexibles gajos de los ciruelos.
Y decoren de plata sus hojas las acacias
como si amaneciera la luna entre las ramas.
Que la flor del magnolio, al alto mediodía,
un loto te recuerde bajo la luz tranquila.
Y la savia palpite si grabas en los robles
el contorno perfecto de nuestros corazones.
El laurel, aun sin frente que aprisionar, recuerde
a tus manos la ausente materia de mis sienes.
Y el mimbre que se doble tierno sobre el estanque
como si en él quisiera ver el vuelo de un ave.
Despertarán entonces al vaivén de las ramas
más pájaros que cantos caben en la mañana.
Y la luz será lira sostenida en el aire,
iniciación del alba, límite de la tarde.
Acércate al rumor del viento entre los árboles,
amada, y sentirás el rumor de mi sangre.
Jorge Rojas