Hombre de palabra
Estoy enredado, otra vez, en reflexiones sobre la palabra, sobre el lenguaje. Esta vez por obligaciones laborales, es cierto; pero cuando empiezo a rondar estos temas nunca quedo inmune. Tengo, siempre, la sensación de estar metiéndome en algo que me supera, por mucho.
Y es cierto, pero por otro lado es inevitable.
Hoy por ejemplo, se me ha dado por la antropología.
Es comprensible el afán de la filosofía moderna por hablar sobre y del lenguaje. No es difícil darse cuenta que hoy se ha perdido toda noción trascendencia, se ha descartado la metafísica y la reflexión sobre una realidad más profunda que el puro fenómeno, que la simple constatación empírica. Pero esta necesidad de “algo” más allá de lo puramente visto, palpado, oído, saboreado es connatural al hombre: necesita trascenderse. No puede evitarlo.
Entonces, preso entre su soberbia –que lo obliga a negar todo aquello que lo supere, todo aquello que no pueda dominar–, y su irresistible vocación de infinitud, busca dónde encontrar una salida que le permita honrosamente no renunciar a su apostasía “antimetafísica” pero satisfacer sus ansias de trascendencia.
Y para eso, la reflexión sobre el lenguaje es el campo ideal. Algo específicamente humano, cultural, que el hombre sabe y reconoce como propio. Que (cree) está bajo su control.
Sólo precisa un mínimo esfuerzo: negando una que otra evidencia, soslayando esta y aquella pregunta, tiene el hombre un campo fértil para volcar –sin remordimientos iluministas– toda su potencialidad de infinito.
Hoy, la Palabra es Dios.
Pero hay un problema que el hombre moderno no parece haber advertido: Si la palabra es Dios, quiere decir que Dios es la Palabra.
Entonces, volvimos al comienzo, al comienzo de los comienzos:
Y es cierto, pero por otro lado es inevitable.
Hoy por ejemplo, se me ha dado por la antropología.
Es comprensible el afán de la filosofía moderna por hablar sobre y del lenguaje. No es difícil darse cuenta que hoy se ha perdido toda noción trascendencia, se ha descartado la metafísica y la reflexión sobre una realidad más profunda que el puro fenómeno, que la simple constatación empírica. Pero esta necesidad de “algo” más allá de lo puramente visto, palpado, oído, saboreado es connatural al hombre: necesita trascenderse. No puede evitarlo.
Entonces, preso entre su soberbia –que lo obliga a negar todo aquello que lo supere, todo aquello que no pueda dominar–, y su irresistible vocación de infinitud, busca dónde encontrar una salida que le permita honrosamente no renunciar a su apostasía “antimetafísica” pero satisfacer sus ansias de trascendencia.
Y para eso, la reflexión sobre el lenguaje es el campo ideal. Algo específicamente humano, cultural, que el hombre sabe y reconoce como propio. Que (cree) está bajo su control.
Sólo precisa un mínimo esfuerzo: negando una que otra evidencia, soslayando esta y aquella pregunta, tiene el hombre un campo fértil para volcar –sin remordimientos iluministas– toda su potencialidad de infinito.
Hoy, la Palabra es Dios.
Pero hay un problema que el hombre moderno no parece haber advertido: Si la palabra es Dios, quiere decir que Dios es la Palabra.
Entonces, volvimos al comienzo, al comienzo de los comienzos:
“En el principio estaba el Verbo, y el Verbo era Dios...”
Extraños caminos los de la mente humana...
Extraños caminos los de la mente humana...
Palabra
Palabra, voz exacta
y sin embargo equívoca;
obscura y luminosa;
herida y fuente: espejo;
espejo y resplandor;
resplandor y puñal,
vivo puñal amado,
ya no puñal, sí mano suave: fruto
Llama que me provoca;
cruel pupila quieta
en la cima del vértigo;
invisible luz fría
cavando en mis abismos,
llenándome de nada, de palabras;
cristales fugitivos
que a su prisa someten mi destino.
Palabra ya sin mí, pero de mí,
como el hueso postrero,
anónimo y esbelto, de mi cuerpo
sabrosa sal, diamante congelado
de mi lágrima obscura.
Palabra, una palabra, abandonada,
riente y pura, libre,
como la nube, el agua,
como el aire y la luz,
como el ojo vagando por la tierra
como yo, si me olvido.
Palabra, una palabra,
la última y la primera,
la que callamos siempre,
la que siempre decimos,
sacramento y ceniza
Octavio Paz