Encuentros y desencuentros porteños
Ayer por la tarde, como tenía tiempo, decidí volver caminando a mi oficina. Me gusta caminar Buenos Aires, está llena de sorpresas y lugares mágicos, íntimos. Y así fue, encontré otro. Está ubicado en Palermo, entre la zona de embajadas y grandes casas señoriales y el Museo de Bellas Artes (sí, hacia arriba; sí, antes de la plaza). Es una escalera, de piedra ya oscura y musgosa por el tiempo, algo derruida. Cuando ya estaba bajándola (lentamente, deteniéndome en los detalles, y en las luces, y en las sombras) me topé con ella. Flaca, esmirriada, maloliente, harapienta, con esa edad indefinida de años y años de dormir a la intemperie, requemada por el sol, con largas y profundas arrugas cruzándole la cara y los brazos.
Había instalado su campamento en un rellano de la escalera. Un silla de jardín enclenque, varios bultos envueltos en sábanas de colores, una cantidad indescriptibles de bolsas y bolsitas anudadas y, por supuesto, un perro.
Mi primer impresión fue (lo confieso) de desagrado. “Paseo interrumpido”, pensé, “No tengo ni una moneda para darle, voy a tener que dar la vuelta”. El perro me miró, sorprendido, y como confirmándome que ese lugar me era ajeno. “¡A quién se le ocurre instalarse a mendigar acá!, difícilmente pasen más de una o dos personas por día”.
Entonces, al hilo de esa idea, me di vuelta y la miré con más atención. No estaba esperando, no mendigaba; dormía, dormía profundamente; y plácidamente. Una sonrisa de recuerdos benévolos aparecía en su cara de cuando en cuando.
Empecé a pensar en los prejuicios y reacciones que nos provoca la ciudad, con sus agresividades, con sus miserias y sus vicios. Me reproché (me lo reprocho: no es sólo culpa de la ciudad, es falta de caridad, falta de amor) por eso. Y mirando la mendiga, mientras pasaba silencioso(y el perro me miró otra vez, porque ese lugar me era ajeno), para no despertarla, recordé esto:
Había instalado su campamento en un rellano de la escalera. Un silla de jardín enclenque, varios bultos envueltos en sábanas de colores, una cantidad indescriptibles de bolsas y bolsitas anudadas y, por supuesto, un perro.
Mi primer impresión fue (lo confieso) de desagrado. “Paseo interrumpido”, pensé, “No tengo ni una moneda para darle, voy a tener que dar la vuelta”. El perro me miró, sorprendido, y como confirmándome que ese lugar me era ajeno. “¡A quién se le ocurre instalarse a mendigar acá!, difícilmente pasen más de una o dos personas por día”.
Entonces, al hilo de esa idea, me di vuelta y la miré con más atención. No estaba esperando, no mendigaba; dormía, dormía profundamente; y plácidamente. Una sonrisa de recuerdos benévolos aparecía en su cara de cuando en cuando.
Empecé a pensar en los prejuicios y reacciones que nos provoca la ciudad, con sus agresividades, con sus miserias y sus vicios. Me reproché (me lo reprocho: no es sólo culpa de la ciudad, es falta de caridad, falta de amor) por eso. Y mirando la mendiga, mientras pasaba silencioso(y el perro me miró otra vez, porque ese lugar me era ajeno), para no despertarla, recordé esto:
Mendiga voz
Y aún me atrevo a amar
el sonido de la luz en una hora muerta,
el color del tiempo en un muro abandonado.
En mi mirada lo he perdido todo.
Es tan lejos pedir. Tan cerca saber que no hay.
Alejandra Pizarnik