07 diciembre 2005

Ajedrez


Ajedrez
I
En su grave rincón, los jugadores
Rigen las lentas piezas.
El tablero
Los demora hasta el alba en su severo
Ámbito en que se odian dos colores.

Adentro irradian mágicos rigores
Las formas: torre homérica, ligero
Caballo, armada reina, rey postrero,
Oblicuo alfil y peones agresores.

Cuando los jugadores se hayan ido,
Cuando el tiempo los haya consumido,
Ciertamente no habrá cesado el rito.

En el Oriente se encendió esta guerra
Cuyo anfiteatro es hoy toda la tierra.
Como el otro, este juego es infinito.

II
Tenue rey, sesgo alfil, encarnizada
Reina, torre directa y peón ladino
Sobre lo negro y blanco del camino
Buscan y libran su batalla armada.

No saben que la mano señalada
Del jugador gobierna su destino,
No saben que un rigor adamantino
Sujeta su albedrío y su jornada.

También el jugador es prisionero
(La sentencia es de Omar) de otro tablero
De negras noches y de blancos días.

Dios mueve al jugador, y éste, la pieza.
¿Qué dios detrás de Dios la trama empieza
De polvo y tiempo y sueño y agonías?.

Jorge Luis Borges

El juego es fácil; pero vale la pena. Y no estoy hablando de ajedrez (¿o sí?) sino de la insinuación de que el ajedrez es una extensión del mundo y que nosotros somos las piezas, marionetas de un Dios lúdico quien, a su vez, es objeto de otro Dios. Y así al infinito.
Típico escepticismo borgiano (seguramente, dos páginas más adelante, lo veremos afirmando la absoluta libertad irrestricta del hombre).
Pero impresiona la imagen: el ajedrez como mundo.
Porque en cierto sentido es así, en algún lugar, respecto a algunas circunstancias, somos piezas.
Piezas en nuestros puestos de trabajos, laborando para un objeto u objetivo que nos excede; piezas en la relación con nuestros prójimos, a quienes involuntariamente (o no) influimos y afectamos; piezas en nuestras naciones, aportando nuestro afán para un proyecto mucho mas antiguo y mas perdurable que nuestras vidas; piezas en la Historia, no la de los aconteceres humanos sino aquella delineada desde la eternidad y que, al igual que el ajedrez, es una gran batalla.

Sí, sí; que la libertad, que la omnisciencia divina, que la jerarquía espiritual del hombre, que el libre albedrío. Sí, sí entiendo.

Pero somos piezas.

O al menos, deberíamos proponernos ser piezas.

Es que no es el problema ser instrumento de otro, especialmente si ese otro es el Otro.

El problema es dónde vamos a ubicarnos, de qué lado. Si el combate que vamos a luchar es el Buen Combate. Y si vamos a ocupar el lugar de un peón, de un alfil, de una torre, de un rey...

Curiosa analogía. También en el ajedrez de esta vida todos somos peones con vocación de reina.

La lucha está en llegar al final del tablero.