14 octubre 2005

Divagaciones oníricas

Siguiendo con mi firme propósito, autoimpuesto hace un tiempo, de no hablar de poetas o poesías sino, al revés, de hablar de "cosas" a partir de la poesía tengo que reconocer que hoy, por sobre todo, tengo sueño.
Y como esto es así, como lo que principalmente me invade hoy es esta sensación de sopor y unas irrefrenables ganas de pegar la vuelta, llegar a mi casa y meterme de vuelta bajo las sábanas, se me ocurrió (la mente tiene sus caminos) hablar precisamente de eso, del sueño, y para ello es muy bueno esto de Amado Nervo que copio más abajo.
En especial para un viernes, temprano de mañana. Llego cansado, ha sido una una semana por demás larga; y, ya a esta hora, tan temprano, lo único que espero es ese momento (¡faltan tantas horas, tantas circunstancias!) en que pueda acostarme y dormir, dormir sin tiempo final, es decir, sin despertador.
Pero dejémosnos de divagaciones inútiles: para que el día termine tiene que, indefectiblemente, empezar; y en lo que respecta a mís pequeñas rutinas diarias, mi día no comienza realmente hasta que no escribo algo en este "blog" (y cuántas veces me he quedado sin escribir nada y con la sensación de que me habían privado de algo tan esencial como, por ejemplo, el café del desayuno).
Esta es, entonces, la poesía:

DORMIR
¡Yo lo que tengo, amigo, es un profundo
deseo de dormir!... ¿Sabes?: el sueño
es un estado de divinidad.
El que duerme es un dios... Yo lo que tengo,
amigo, es gran deseo de dormir.

El sueño es en la vida el solo mundo
nuestro, pues la vigilia nos sumerge
en la ilusión común, en el océano
de la llamada «Realidad». Despiertos
vemos todos lo mismo:
vemos la tierra, el agua, el aire, el fuego,
las criaturas efímeras... Dormidos
cada uno está en su mundo,
en su exclusivo mundo:
hermético, cerrado a ajenos ojos,
a ajenas almas; cada mente hila
su propio ensueño (o su verdad: ¡quién sabe!)

Ni el ser más adorado
puede entrar con nosotros por la puerta
de nuestro sueño. Ni la esposa misma
que comparte tu lecho
y te oye dialogar con los fantasmas
que surcan por tu espíritu
mientras duermes, podría,
aun cuando lo ansiara,
traspasar los umbrales de ese mundo,
de tu mundo mirífico de sombras.

¡Oh, bienaventurados los que duermen!
Para ellos se extingue cada noche,
con todo su dolor el universo
que diariamente crea nuestro espíritu.
Al apagar su luz se apaga el cosmos.

El castigo mayor es la vigilia:
el insomnio es destierro
del mejor paraíso...

Nadie, ni el más feliz, restar querría
horas al sueño para ser dichoso.
Ni la mujer amada
vale lo que un dormir manso y sereno
en los brazos de Aquel que nos sugiere
santas inspiraciones. ..
«El día es de los hombres; mas la noche,
de los dioses», decían los antiguos.

No turbes, pues, mi paz con tus discursos,
amigo: mucho sabes;
pero mi sueño sabe más... ¡Aléjate!
No quiero gloria ni heredad ninguna:
yo lo que tengo, amigo, es un profundo
deseo de dormir...


Y es cierto. Es que el sueño (y los sueños) tienen algo de inquietante, de ajeno, de supranatural (más allá de “la llamada Realidad”). Aún cuando del sueño no
recordemos “los sueños” dejan esa sensación de una intocable intimidad.
Es más, creo que es mejor no recordarlos. Sí, prefiero esa imposibilidad de relatar los sueños, que poder hacerlo. Siempre me turbó esa sensación de la vigilia inmediata al sueño, cuando uno trata de recordar (o contar) lo que ha soñado pero no puede asirlo en su totalidad, se escapan o se mezclan los detalles y la sucesión del relato.
Es una sensación casi tangible de que el sueño es de otro mundo, que pertenece a un universo tan ajeno y distante que, por más que lo intentemos una y otra vez, ni siquiera es posible describirlo con palabras... humanas.