Literatura y realidad
Toda la creación mítica (“literatura fantástica”, prefiere el mundo moderno) gusta poner en especies o personajes ciertas características que, referencialmente, señalan a los seres humanos y a sus defectos y virtudes.
Todos sabemos que la mitología asigna a los dioses, a imitación de los hombres, bondades y maldades que en nada afectan su condición divina sino que, de alguna manera, la reafirman. Los caprichos de los dioses para obtener tal o cual cosa son una confirmación de su poderío invencible, e irresistible... salvo por un par, es deicir, otro dios.
Pero, además, hay otra condición que hace de esta poesía y esta prosa infinitamente rica.
A diferencia de nuestra cultura maniquea actual, la mitología se resiste a clasificar a los seres en “buenos” y “malos”. Existen, así, brujas buenas (magia blanca) y brujas malas (magia negra); enanos avariciosos y malignos o enanos bondadosos y sacrificados. Gigantes amables y serviciales o ogros despiadados.
Esto le agrega a la literatura mítica un elemento sorpresa: no sabemos, al introducirse un nuevo ser, un nuevo personaje, en un relato si será “bueno” o “malo”. Es cierto, en realidad sí lo sabemos, pero este dato no se desprende del relato mismo sino que es algo que “traemos” nosotros, de nuestro conocimiento previo, de oídas, de quien es quien en la mitología.
Por eso siempre me encantó una escena de una (ya) vieja película, “Laberinto”: la protagonista, una niña, se encuentra en la entrada del laberinto con un enano que está fumigando un cantero de flores, alrededor del que revolotean hadas, pequeñas hadas blancas con alas doradas. La niña, por supuesto, se lo recrimina y recoge con sus manos, entre lamentos, una de ellas que se retuerce en el suelo. De pronto, pega un grito y la arroja lejos: “¡me mordió!”, dice, sorprendido; “por supuesto”, le contesta el enano “¿qué esperabas que hiciera un hada?”.
Esta es la sensación cuando leemos este tipo de literatura: no podemos dar nada por supuesto; ni siquiera la identidad de los mismos personajes fantásticos de los que se hace uso en estos relatos. Bien podemos encontrarnos con un dragon bueno y un elfo malvado.
Esto es, también, lo que ha captado maravillosamente Tolkien o C.S. Lewis.
Esta incertidumbre originaria sobre el carácter moral de los personajes es lo que hace a la literatura mítica y épica especialmente atractiva.
Y, además, es una manera de mostrar el mundo, desde un prisma absolutamente inesperado: nos puede sorprender leer sobre un hada, o un fauno, o un ogro; pero nos sorprende mas que el encuentro con esa “persona” sea tan parecido al encuentro que podríamos tener con cualquier ser humano en la calle.
No porque efectivamente nos podemos encontrar con un hada o un fauno en la calle, sino porque las personas, los seres humanos comunes y corrientes con los que nos topamos a diario esconden, quizás, infinitas riquezas y pobrezas por descubrir.
Entonces, vemos que esta característica tiene una interpretación alegórica, nos habla de nuestra propia existencia.
Podría caer aquí en el muy lugar común, tan caro a nuestra sociedad actual de “la apariencia no es lo que importa” o frases similares (que se resumen en el muy ambiguo “no discriminar”). Pero no.
Lo que se quiere decir con esto es que lo sensible, lo que aprehendemos con nuestros sentidos, no agota el mundo. De hecho, esto mismo (esta bondad, esta maldad, este vicio, esta virtud), se nos dice, puede revestir infinitas formas externas. Y, por eso, estas formas son superfluas. Cáscara.
Lo que importa está detrás, oculto, insinuado. “Lo esencial es invisible a los ojos”, le enseña el zorro (¡un zorro!: ¿no era este animal la imagen del ser ladino y astuto?) al Principito.
Lo importante es no agotar la búsqueda; no conformarnos con lo que vemos por mas bello y agradable que sea. Podemos caer en un engaño.
A esto, creo, se refiere Pemán en esta poesía.
Todos sabemos que la mitología asigna a los dioses, a imitación de los hombres, bondades y maldades que en nada afectan su condición divina sino que, de alguna manera, la reafirman. Los caprichos de los dioses para obtener tal o cual cosa son una confirmación de su poderío invencible, e irresistible... salvo por un par, es deicir, otro dios.
Pero, además, hay otra condición que hace de esta poesía y esta prosa infinitamente rica.
A diferencia de nuestra cultura maniquea actual, la mitología se resiste a clasificar a los seres en “buenos” y “malos”. Existen, así, brujas buenas (magia blanca) y brujas malas (magia negra); enanos avariciosos y malignos o enanos bondadosos y sacrificados. Gigantes amables y serviciales o ogros despiadados.
Esto le agrega a la literatura mítica un elemento sorpresa: no sabemos, al introducirse un nuevo ser, un nuevo personaje, en un relato si será “bueno” o “malo”. Es cierto, en realidad sí lo sabemos, pero este dato no se desprende del relato mismo sino que es algo que “traemos” nosotros, de nuestro conocimiento previo, de oídas, de quien es quien en la mitología.
Por eso siempre me encantó una escena de una (ya) vieja película, “Laberinto”: la protagonista, una niña, se encuentra en la entrada del laberinto con un enano que está fumigando un cantero de flores, alrededor del que revolotean hadas, pequeñas hadas blancas con alas doradas. La niña, por supuesto, se lo recrimina y recoge con sus manos, entre lamentos, una de ellas que se retuerce en el suelo. De pronto, pega un grito y la arroja lejos: “¡me mordió!”, dice, sorprendido; “por supuesto”, le contesta el enano “¿qué esperabas que hiciera un hada?”.
Esta es la sensación cuando leemos este tipo de literatura: no podemos dar nada por supuesto; ni siquiera la identidad de los mismos personajes fantásticos de los que se hace uso en estos relatos. Bien podemos encontrarnos con un dragon bueno y un elfo malvado.
Esto es, también, lo que ha captado maravillosamente Tolkien o C.S. Lewis.
Esta incertidumbre originaria sobre el carácter moral de los personajes es lo que hace a la literatura mítica y épica especialmente atractiva.
Y, además, es una manera de mostrar el mundo, desde un prisma absolutamente inesperado: nos puede sorprender leer sobre un hada, o un fauno, o un ogro; pero nos sorprende mas que el encuentro con esa “persona” sea tan parecido al encuentro que podríamos tener con cualquier ser humano en la calle.
No porque efectivamente nos podemos encontrar con un hada o un fauno en la calle, sino porque las personas, los seres humanos comunes y corrientes con los que nos topamos a diario esconden, quizás, infinitas riquezas y pobrezas por descubrir.
Entonces, vemos que esta característica tiene una interpretación alegórica, nos habla de nuestra propia existencia.
Podría caer aquí en el muy lugar común, tan caro a nuestra sociedad actual de “la apariencia no es lo que importa” o frases similares (que se resumen en el muy ambiguo “no discriminar”). Pero no.
Lo que se quiere decir con esto es que lo sensible, lo que aprehendemos con nuestros sentidos, no agota el mundo. De hecho, esto mismo (esta bondad, esta maldad, este vicio, esta virtud), se nos dice, puede revestir infinitas formas externas. Y, por eso, estas formas son superfluas. Cáscara.
Lo que importa está detrás, oculto, insinuado. “Lo esencial es invisible a los ojos”, le enseña el zorro (¡un zorro!: ¿no era este animal la imagen del ser ladino y astuto?) al Principito.
Lo importante es no agotar la búsqueda; no conformarnos con lo que vemos por mas bello y agradable que sea. Podemos caer en un engaño.
A esto, creo, se refiere Pemán en esta poesía.
Entre los geranios rosas
¡Entre los geranios rosas,
una mariposa blanca!
Así me gritó la niña,
la de las trenzas doradas:
-corre a verla, corre a verla,
que se te escapa.
Por los caminos regados
del oro nuevo del alba,
corrí a los geranios rosas,
¡y ya no estaba!
Volví entonces a la niña,
la de las trenzas doradas.
«No estaba ya», iba a decirle.
pero ella tampoco estaba.
A lo lejos, ya muy lejos,
se oían sus carcajadas.
Ni ella ni la mariposa;
todo fue una linda trama.
El jardín se quedó triste
en la alegría del alba,
y yo solo por la sola,
calle de acacias.
Y esto fue mi vida toda:
una voz que engañó el alma,
un correr inútilmente,
una inútil esperanza...
¡Entre los geranios rosas,
una mariposa blanca!