De tren (otra vez)
Último vagón del tren (mi tren). De mañana, temprano.Gorra con visera, pantalones blancos; pelo áspero, entrecano y un bigote fino, apenas una sombra. Pintor; de brocha gorda, claro.
Parado contra una ventana, examinaba, minuciosamente, un diccionario. Uno de esos baratos, anónimos, que se compran en cualquier lugar. Yo estaba cerca, atisbando de a ratos por arriba del hombro.
En la trayectoria a Retiro recorrió, sin pausa, desde “conexión” a “desenredar”.
Último vagón del tren (mi tren). Esa mañana, temprano.
Cuarenta años, o cerca. Pulcro, de saco y corbata. Pero saco y corbata “bajo protesta”; es decir, como lo lleva quien tiene que usarlos pero no quiere (la corbata con un pequeño nudo aplastado, signo de que subsiste en esa posición hace muchos días, camisa sport rayada y el último botón sin prender, aunque disimulado por el pequeño nudo). En la mano, viejos, gastados seis o siete discos (sí, discos: de los de antes) de los Beatles. Reconozco Abbey Road, Help y alguno mas.
Recorre una y otra vez las contratapas, lee las listas de canciones. De a ratos sonríe y entorna los ojos. Escucha. Se detiene en aquel acorde, en ese juego de voces, en ese introito de guitarra.
¡Qué diferentes!, pienso.
Pero no. No tanto.
Puedo entender al melómano. Muchas veces hice lo mismo: repasar listas de canciones para “traer” un pedazo de melodía, unas estrofas, un tono.
La música tiene esa espiritualidad. Tocarla, hacerla sonido es, de alguna manera, pervertirla, rebajarla. Se la escucha mejor cuando, desprendida de su materialidad, invade la memoria. Trae otras cosas consigo.
Y, pienso, lo mismo pasa con las palabras.
Desprendidas de su “utilidad”, del contexto en el que se las profiere, adquieren una resonancia especial. Abren infinitos mundos. Cuentan muchas historias porque, solas, no pueden contar ninguna.
Entonces, el vínculo entre estas dos personas me golpea. Lo veo.
No son tan distintos.
Ahora comprendo a ese hombre que tiene interés por saber qué quieren decir unas cuantas palabras. Casi puedo llegar a intuir, ahora, cómo van copando el entendimiento.
Quizás “corrillo” le traiga un amigo de antaño, ya olvidado; y “dehesa” algun lugar lejano, una primavera.
Casi puedo ver cómo se abren en su mente ventanas, ventiluces, escotillas, mirillas, por donde penetran, apenas, sutilísimos rayos de luz.