Don de la Palabra
Soledad sin olvido
¡Qué pena ésta de hoy!
Haberlo dicho todo,
volcando por completo
lo que pesaba tanto,
y ver luego que todo
se queda siempre dentro,
que las palabras fueron
espejos engañosos,
cristales habitados
por fantasmas sin vida;
que todo queda dentro
con sus negras presencias,
insistentes, doliendo.
Manuel Altolaguirre
Es que las palabras tienen esa impertinencia de creerse mensajeras del alma. Y uno les cree.
¿Quién no construyó, mentalmente, en mil detalles, con sus inflexiones y tonos, una conversación futura?.
Una y mil veces.
Fabrico esa conversación que voy a tener, con esa persona a la que le voy a decir tal y cual cosa; y me va a contestar tal otra. Y ahí, viene, certera, mi respuesta aguda, hiriente pero justa y luminosa. Y mi interlocutor calla, no humillado sino humilde ante la incontrovertible verdad de mis palabras. Y consiente.
En nuestro interior, en nuestra mente, el Diálogo es el perfecto mensajero, es quien devela indefectiblemente la verdad.
Pero en la realidad...
Allí las cosas cambian. Nuestros interlocutores se resisten a decir las líneas que le habíamos asignado previamente; el tono de voz se propala, rebelde, unas décimas más alto. Y no es el timbre de la comprensión, es el de la petulancia.
Y aquello de nuestro interior (tan claro, tan puro), que queríamos fervientemente regalar se niega a hacerse palabras.
Indiferencia tozuda de los pensamientos.
Por eso en la Escrituras, el primer don que Dios le otorga a sus profetas es el de la palabra.
Señor, no me animo a ser tu profeta (hay que pagar un precio altísimo, y temo no poder apurar esa copa)... pero dame el don de la palabra.
No porque vaya a llevar tu palabra a los hombres, no. Te lo dije: no puedo ser tu profeta.
Sino porque veo que, cada vez que hablo en tu defensa, pervierto tu mensaje.
¿Quién no construyó, mentalmente, en mil detalles, con sus inflexiones y tonos, una conversación futura?.
Una y mil veces.
Fabrico esa conversación que voy a tener, con esa persona a la que le voy a decir tal y cual cosa; y me va a contestar tal otra. Y ahí, viene, certera, mi respuesta aguda, hiriente pero justa y luminosa. Y mi interlocutor calla, no humillado sino humilde ante la incontrovertible verdad de mis palabras. Y consiente.
En nuestro interior, en nuestra mente, el Diálogo es el perfecto mensajero, es quien devela indefectiblemente la verdad.
Pero en la realidad...
Allí las cosas cambian. Nuestros interlocutores se resisten a decir las líneas que le habíamos asignado previamente; el tono de voz se propala, rebelde, unas décimas más alto. Y no es el timbre de la comprensión, es el de la petulancia.
Y aquello de nuestro interior (tan claro, tan puro), que queríamos fervientemente regalar se niega a hacerse palabras.
Indiferencia tozuda de los pensamientos.
Por eso en la Escrituras, el primer don que Dios le otorga a sus profetas es el de la palabra.
Señor, no me animo a ser tu profeta (hay que pagar un precio altísimo, y temo no poder apurar esa copa)... pero dame el don de la palabra.
No porque vaya a llevar tu palabra a los hombres, no. Te lo dije: no puedo ser tu profeta.
Sino porque veo que, cada vez que hablo en tu defensa, pervierto tu mensaje.
(reflexiones rápidas luego de una malograda discusión sobre temas religiosos)