13 diciembre 2005

Blanca

Estamos a fin de año. Tiempo de recuentos, de balances, de mirar atrás. Y como tengo tiempo, esto es lo que hice con Cuaderna.
Y encontré (me rememoré) esta entrada.
Y como mi mente anda ociosa y divagante se me dio por pensar algo impensable: ¿Por qué blanco?; ¿Por qué no negro, o azul?; ¿Por qué no celeste?...

Esta identificación entre colores y estados de cosas, entre colores y cualidades morales, entre colores y jerarquías del ser es un presupuesto sobre el que pocas veces uno se pregunta.
Ortega y Gasset, en alguno de sus escritos (no recuerdo en cuál) habla de la diferencia entre ideas y creencias. Las primeras son las que el hombre tiene, las segundas son aquellas en la que el hombre está. Por eso estas segundas difícilmente se las plantea, porque las presupone: constituyen el horizonte desde el cual mira todo los demás.
Y creo que esta relación entre colores y valores (o valoraciones) carga una noción maravillosa e inconmensurable (y por eso inasible: las cosas a las que menos prestamos atención son las infinitesimales, por su casi nula presencia y las gigantescas, porque nuestra vista no alcanza a abarcarlas).

Con los colores pasa algo así: tenemos la creencia arraigadísima de que los colores tiene un significado (¿cómo decirlo?) “humano” o “moral”.
Inmediatamente, sin pensarlo, identificamos, por ejemplo, el blanco con la pureza, el rosa con la femineidad, etcétera, etcétera. Y hay más. Cada uno puede hacer una larga lista.

Esto hace pensar, tomar conciencia cómo el hombre “carga” a la naturaleza de sentido.

El color es algo dado, algo que está allá afuera del hombre. Y el hombre lo toma, y no solo lo toma sino que lo significa, lo llena de sentido, de un sentido que es mayor al que la cosa puede dar de por sí.

El hombre “ampliando” las cosas, regalándoles un sentido mucho mas rico y completo del que tiene. Reinventando las cosas.

Y en el caso del color, reinventando la luz. O mejor, haciendo de la luz un instrumento.
Porque el color es luz, nada más. Y esta luz es, entones, un vehículo por el cual el hombre le agrega un sentido nuevo a las cosas

Somos creadores. Nuestra “imagen y semejanza” también comprende esta potestad:
Porque si es nuestra la luz, si podemos cargarle de sentido humano, nada escapa a nuestro poder. Todas las cosas reciben luz, a todo lo baña; poca o mucha, pero siempre algo.

Pero somos creaturas. Entonces, este poder nos ha sido dado. No es nuestro.
Y esa está nuestra limitación: los colores están ahí, en la naturaleza, no nos es dado cambiarlos, solo “significarlos”. Es decir, hacerlos signos de algo. Estamos sometidos a lo que los colores son en las cosas.

Y por eso, por ejemplo, el blanco es pureza. No porque los hombres lo hemos querido así. El blanco (esto es física básica) es la conjunción de todos los colores.

Es la visión unitiva de la luz.

Pero estos signos están muertos si alguien no los lee. Y para eso es preciso verlos, entenderlos.

Tener vista, tener ojos.

Hoy es Santa Lucía. Virgen y mártir. Patrona de los ojos, de la vista.
La historiografía cuenta que ofreció su virginidad, su pureza, a Cristo; y el hombre a quien estaba prometida, su futuro esposo, despechado lo denunció a las autoridades romanas. La torturaron para que abjure de su fe, le arrancaron lo ojos y luego la mataron.
Por proteger su pureza, perdió la vista. Ya había visto todo lo que tenía que ver, su vida estaba completa. Había entendido y, por eso, ofreció el sacrificio final.

Era blanca.

De blanco
¿Qué cosa más blanca que cándido lirio?
¿Qué cosa más pura que místico cirio?
¿Qué cosa más casta que tierno azahar?
¿Qué cosa mas virgen que leve neblina?
¿Qué cosa más santa que el ara divina
de gótico altar?

¡De blancas palomas el aire se puebla;
con túnica blanca, tejida de niebla,
se envuelve a lo lejos del feudal torreón;
erguida en el huerto la trémula acacia
al soplo del viento sacude con gracia
su níveo pompón!

¿No ves en el monte la nieve que albea?
La torre muy blanca domina la aldea,
las tiernas ovejas triscando se van,
de cisnes intactos el lago se llena,
columpia su copa la enhiesta azucena,
y su ánfora inmensa levanta el volcán.

Entremos al templo: la hostia fulgura;
de nieve parecen las canas del cura,
vestido con alba de lino sutil;
cien niñas hermosas ocupan las bancas,
y todas vestidas con túnicas blancas
en ramos ofrecen las flores de abril.

Subamos al coro: la virgen propicia
escucha los rezos de casta novicia,
y el cristo de mármol expira en la cruz;
sin mancha se yerguen las velas de cera;
de encaje es la tenue cortina ligera
que ya transparente del alba la luz.

Bajemos al campo: tumulto de plumas
parece el arroyo de blancas espumas
que quieren, cantando, correr y saltar;
la airosa mantilla de fresca neblina
terció la montaña: la vela latina
de barca ligera se pierde en el mar.

Ya salta del lecho la joven hermosa,
y el agua refresca sus hombros de diosa,
sus brazos ebúrneos, su cuello gentil;
cantando y risueña se ciñe la enagua
y trémulas brillan las gotas de agua
en su árabe peine de blanco marfil.

¡Oh mármol! ¡Oh nieve! ¡Oh inmensa blancura
que esparces doquiera tu casta hermosura!
¡Oh tímida virgen! ¡Oh casta vestal!
Tú estás en la estatua de eterna belleza,
de hábito blanco nació la pureza,
¡al ángel das alas, sudario al mortal!

Tú cubres al niño que llega a la vida,
coronas las sienes de fiel prometida,
al paje revistes de rico tisú.
¡Qué blancos son, reinas, los mantos de armiño!
¡Qué blanca es, oh madres, la cuna del niño!
¡Qué blanca, mi amada, qué blanca eres tú!


Manuel Gutierrez Nájera